La monótona melodía de los engranajes operando al máximo transpira desde los galpones grises de la fábrica de armas en Izhevsk. El vapor de las chimeneas se confunde con la espesa neblina.
Dentro, el calor del metal fundido contrasta con el avasallante invierno ruso de 1956. La línea de producción de ametralladoras, rifles, pistolas y proyectiles de todos los tamaños, avanza como todos los días, gracias al ímpetu y entusiasmo de sus obreros.
Uno de los más comprometidos con la causa es Fedor Krushenko. Es el primero en llegar y el último en irse. Un ejemplo en inspiración para sus compañeros que buscan ser ese hombre nuevo que necesita el partido y la patria.
La pasión y el entusiasmo de Fedor, entre tantas cosas que podrían definir su mente y cuerpo, formados al cien por cien, por el leninismo-estalinismo, era el perfecto funcionamiento de la máquina martilladora que estaba bajo su supervisión.
En ella, miles de municiones, desde proyectiles de tanques, hasta las balas del infalible rifle automático Kaláshnikov, eran comprimidos por el constante martillar, que sellaban la carga explosiva dentro del metal, hasta su uso en combate.
La selladora de municiones había sido bautizada por su operario con el nombre de Liliya. Antes de empezar la jornada, sus engranajes eran aceitados con absoluta fidelidad y devoción.
Al terminar su turno, Fedor se ocupaba en limpiar cada residuo y lavar con delicadeza el respiradero, una ranura vertical de aproximadamente quince centímetros de largo y ocho de profundidad, por donde la maquina expulsaba, cada treinta minutos, el gas y la humedad resultante de la condensación del calor producido por el martilleo constante.
Los pilotes más grandes del interior de Liliya, que presionaban los proyectiles de mortero, podían tocarse si introducías la mano por el conducto.
Sus compañeros reían al ver como trataba a la máquina. Había algo más que profesionalismo y preocupación por hacer bien el trabajo, era más bien algo que podría implicar apego a su herramienta. Un afecto platónico, sentimental.
¿Pero quién iba criticarle abiertamente? Su comportamiento era comprensible y justificable. La soledad como forma de vida, quizás, le haga verse un poco excéntrico, pero no para convertirlo en el hazmerreír de la fábrica.
Su conducta por 17 años había sido intachable. Récord de puntualidad, reconocimiento al mérito. Compañero afable, nunca se le había visto ningún gesto egoísta o pro-occidental. Su relación con el resto del personal era cordial y hacía el bien a todos, de manera desinteresada.
Además, había millones como Fedor en Izhevsk, Moscú, Leningrado, Siberia. Hombres solitarios que vivían en fríos y minúsculos departamentos estatales, sin mujer, hijos o amigos. Sin dar señales de tener parientes lejanos o cercanos.
¿Quién podría juzgar al camarada Fedor? Cuando la sociedad agonizaba hace tiempo, era mejor no relacionarse con nadie, salvo con tu instrumento de trabajo, para darle lo mejor al partido y a la patria.
Cuando Fedor llegaba a su frío y angosto departamento, comía siempre el mismo plato de remolachas cocidas, acompañadas de vodka, una y otra vez.
Solo deseaba dormir profundamente para que la noche transcurriese en un abrir y cerrar de ojos. Vivía para despertar al día siguiente y trabajar junto a Liliya.
Lo primero que hacía cada mañana, al llegar a la fábrica, era besar a la martilladora y preguntarle por su vida, mientras él le contaba como había estado su noche en el hogar.
Las miradas del resto de sus compañeros eran de un acostumbrado asombro, que pedía el cese de tan atípico comportamiento.
Se puede estar un poco tocado de la cabeza, siempre y cuando, tu rendimiento en la fábrica sea el que piden los superiores. Por eso, Fedor gozaba de total libertad para dejar en evidencia sus instintos básicos y mecanizados.
El miércoles, cuando todo sucedió, la oscuridad del invierno se había apoderado del exterior desde las 15 horas. Nevaba sin piedad. Ni siquiera los 56 grados centígrados que habitualmente ambientaban el interior de los lúgubres galpones, podía contener el gélido aliento del clima.
Liliya expulsó vapor y agua por el respiradero, dejando un rastro de rocío en el conducto. Fedor apareció con su rostro excitado y sonriente, desabotonó su pantalón y dejó que este fuera atraído por la gravedad.
Sus compañeros quedaron petrificados cuando Fedor penetró a Liliya y empezó un coito seco y mecanizado, al mismo ritmo en que operaban las máquinas. Nadie se atrevía a detenerlo.
Los soldados que custodiaban la fábrica se acercaron para aplicar la fuerza, pero al verlo gozar y reír con su miembro dentro del húmedo conducto de Liliya, apuntaron sus armas, esperando la orden para abrir fuego.
Fedor sentía éxtasis y confesaba a la máquina todo lo que tenía guardado dentro de sí:
– ¡Me conquistaste Liliya! ¡Día a día fuiste construyendo esto dentro mí! ¡Tú, que trabajas para producir destrucción!
El hombre pasaba su lengua por la máquina como si se tratase del abdomen de una Irina cualquiera. Sus piernas temblaron, el espasmo de la eyaculación se aproximaba y fue exactamente en ese momento, cuando los pilotes que amartillaban proyectiles de mortero reiniciaron su trabajo.
Un grito agudo y aterrorizante opacó el rugir de la maquinaria de la factoría. Fedor se desplomó despidiendo sangre en cascadas por su entrepierna. Se le había olvidado que, una vez arrojado el vapor, los pilotes posteriores empezaban su función a los diez minutos.
El prominente deseo cegó primero su sentido común, luego, su vida.
El incidente de inmediato fue clasificado por El Estado como confidencial. En tan solo tres días ya había un nuevo remplazo para Fedor.
Slodovan había sido trasladado desde los astilleros de Moscú hasta Izhevsk, para que aprendiera a fabricar municiones y, también, para que supiera que aspirar a ganar más en su antiguo trabajo era una ofensa abierta contra El Estado y la revolución.
Se salvó de ir a Siberia, tan solo porque un primo burócrata del Kremlin, logró interceder por él.
El nuevo operario de la martilladora de municiones era poco sociable y no tenía el más mínimo interés en mejorar sus relaciones interpersonales. Su trato con la máquina era normal, mejor dicho, la odiaba, así como a la fábrica, su trabajo y por supuesto, su vida.
Constantemente le llamaban la atención porque ni siquiera proveía los cuidados mínimos para que el aparato funcionase correctamente, eso retrasaba la línea de producción y los objetivos a cumplir.
Slodovan era tan solitario como su antecesor, bebía mucho vodka, comía y dormía muy poco. Sus compañeros empezaron a mirarlo como un ser con el alma corrompida por el imperialismo occidental. Alguien que debía ser apresado o asesinado cuanto antes.
Pero él no les daría el gusto. Por accidente se enteró lo que le había sucedido al trabajador que operaba antes que él. Los secretos de gobierno quedan al desnudo ante los rumores de pasillo y las conversaciones de comedor.
Mucho vodka, nada de cena, ni descanso. El opaco sol se asomaba entre el invierno y encontraba a Slodovan con insomnio entre botellas.
Esta vez, fue un viernes, el personal trabajaba y Slodovan se despojó de su uniforme cuando la máquina arrojó vapor por el respiradero. Introdujo su pene erecto e industrial por el conducto.
Comenzó su cópula malsana e inmoral, no inducida por un loco e imposible amor, sino por las ganas de rebelarse contra todo.
El acto causó asombro, en menos de tres meses volvió a ocurrir algo tan espantoso. En la mente de muchos afloró la certeza del embrujamiento ejercido por la máquina.
Los espíritus errantes de las estepas, que arrastraban maldiciones, se habían apoderado de ese objeto inanimado y sin alma.
Los testigos, en medio de la fuerte impresión, decidieron esperar a que Liliya pusiera en marcha los pilotes posteriores. Si el bueno de Fedor pereció sin merecerlo, Slodovan tenía que sufrir ese destino con mayor rapidez.
El estertor placentero del orgasmo le llegó a Slodovan. Los obreros aguardaban expectantes a que el miembro del antipático individuo fuera aplastado.
Se escuchó un quejido de desahogo en toda la fábrica. La sonrisa perversa del joven Slodovan demostraba alivio. Los engranajes de la maquinaria permanecían inmóviles. Los pilotes del fondo estaban fijos. Nada ocurrió.
El rebelde sacó su miembro ya flácido del conducto y se puso los pantalones. Los soldados aparecieron y lo molieron a golpes de cachiporras y culatazos de ametralladora. Hasta la navaja de una bayoneta cortó sus brazos.
– No existe ningún tipo de moraleja en estos hechos, nada se puede aprender de ellos, así que es mejor que el olvido se encargue.
Así se refirió a este oscuro pasaje el recién nombrado coronel Mijaíl Timoféyevich Kaláshnikov en 1971, al ser interrogado vehementemente por jóvenes oficiales curiosos, que se morían por saber tan cruenta y desfachatada anécdota.
La esclavitud de las fábricas y oficinas tiene sus Liliyas, Irinas y Marías. El humano arrastra su grillete azarosamente, mientras nada en un mar de errores y debilidades, que se acentúan en el ciclo repetitivo de los días, interactuando con sus semejantes.
La perdición de algunos es la carne, de otros, es el vodka y, de individuos como Fedor o Mijail, las máquinas.
FIN
© Edwing Salas
15/03/16
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