La princesa tras el mostrador

Diana

Su piel, la nariz aguileña, el largo de su cabello y lo generoso de sus dotes femeninas lo han traído de cabeza últimamente. Cuando era más joven ya perfilaba en lo que se convertiría en poco tiempo, aunque a largo plazo, bueno ¿Quién sabe?

Su madre, de origen andino, tiene el fenotipo, pero luce como la antítesis de lo que es ella ahora, quizás, en sus tiempos, la señora tenía su mismo atractivo ¿Qué va a saber uno?

Así trabaja Cronos, dañino en la crianza de descendencia en un país tan sufrido como este, pero ¿Qué se le va a hacer? Telle est la vie.

La altura que logra cuando usa tacones y traje de ejecutiva, lo intimida y reduce. Una vez iba saliendo y ella llegaba de la universidad (o el trabajo) y dejó boquiabiertos a todos los que se encontraban en el negocio.

Ignoraba como debió haber sido su expresión, pero ella se dio cuenta rápidamente de lo que pudo haber pintado su cara ansiosa. Su gestualidad siempre terminaba delatándole.

Cada día es un placer culpable ir a comprar en la bodega de su padre. Jamás los caros y escasos productos de primera necesidad habían sido una coartada tan perfecta para cruzarse con una persona; buscar un dialogo casual, intercambiar miradas, sumergirse en las profundidades del buceo.

La princesa tras el mostrador. Así la bautizó. No sabía su nombre, ni qué hacía, más bien, temía que ya tuviese novio o marido. Un individuo con carro que sabría proveerla.

No hay nada más nulo y de baja calaña en una comunidad popular que un lector empedernido y ermitaño, con toda la pinta de un abandonado del destino, a merced de las letras y el intelecto. El mundo y la economía al revés.

El resto de los habitantes del populoso sector iban de compras con sus mujeres e hijos, pero no dejaban de arreglar sus miradas para que llegasen hasta su objetivo, sin ser avistadas por sus esposas o concubinas. Ella les atendía sonriente y siempre con buen humor coloquial.

A pesar de su notoriedad de flor de pantano, nunca se ha creído por encima, ni siquiera, del anciano borracho más andrajoso y miserable que asiste diariamente en busca del paraíso dentro de botellas color ámbar.

La princesa tras el mostrador debe tener muchos admiradores, piensa él, desde el claustro de sus días, frente a las páginas en blanco, en su desordenada habitación. ¿Qué podríamos tener en común? Salvo el plátano, las papas, la harina y el queso.

Solo se trata de percepciones y deseos andrajosos, también en busca de alcohol. Es la flor del pantano, ya lo había dicho, cierto, pero para él, que ya estaba en los treinta, grande para hacer mandados, andar entrando a pie en bodeguitas, deambular anónimamente por el vecindario en el que siempre había sido un desconocido, donde sus amigos ya no existían, porque consiguieron el American Dream.

Compraba en esa tiendita de la familia andina, con la última princesa, en ciernes de reina. En vez de buscar productos en grandes y exclusivos mercados, ahí donde compra la gente leída y de buena familia, los herederos de fenotipo, pedigree, abolengo.

A esa pequeña tiendita llegaba frecuentemente a tomarse una malta un profesor que le había dado clases en la universidad, con la barba blanca casi en el pecho, su comunismo orgulloso y su prepotencia de exguerrillero triunfador. Con su Mitsubishi 4X4 de 2 millones de bolívares, que lo transportaba a su nada obrerista hogar, en medio de una de las urbanizaciones más exclusivas de la ciudad.

Se imaginaba que la razón por la cual el vejete profesor visitaba la humilde bodega quizás era La princesa tras el mostrador. Cuando se llega a cierta edad, ya nada importa, porque el hombre se sabe perdido, desahuciado y libre.

No hay nada que perder, y menos, si tienes tantas propiedades que puedes vender, si la victoria no siempre llega.

Por su parte, el silente admirador de la rosa en el lodazal, ese que deambula como fantasma y llega preguntando “¿Hay pláfaro verde?” porque su lengua se sale del carril cada vez que los ojos de él se cruzan en la trayectoria de los de ella, y nunca logra articular más de lo necesario para pronunciar “buenos días” y “gracias”.

Ese sujeto seguirá siendo parte del séquito de súbditos anónimos que verán la vida un poco mejor, al sentir la adrenalina de tener en frente una realeza natural, cautivante e igualmente anónima, como lo suelen ser las Lady Di de los sectores de clase obrera, en los reinados del subdesarrollo.

FIN

 

© Edwing Salas

26/06/14

Escritos que terminan siendo errores

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Me pasa muy muy poco, pero recientemente publiqué un escrito que ahora mismo desearía no haber redactado. En tan solo dos semanas, de ser una explosión metafórica de un estado de deseo, ahora es evidencia de una ingenuidad y distorsión perceptiva que me impulsa a querer eliminarlo, porque quizás ya no merece ver luz.

Un tiempo después, para ser más específico, al año siguiente, sucedió que también permití que otra persona entrará conmigo en el juego de los cadáveres exquisitos. Teniendo como resultado, que la obra finalizada no es nada buena y que también la persona, es igualmente mala y merecedora del depósito de la basura.

Sin embargo, ahí los dejaré, junto con los escritos que gozan de mi más alta estima, como recordatorio de que, a veces, el creador retracta sus opiniones y acciones en la vida real, pero lo que ya está escrito, escrito debe quedar, no importa si ya no tiene el mismo significado o importancia que solía tener al principio.

Lo que uno crea en literatura también entra en la categoría del error humano.

FIN

 © Edwing Salas

                                     06/09/15- 25/05/19

Le France du 1975 – Parte final-

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-Jamás había visto este tipo de películas -le dije, minimizando mi grado de incomodidad-

–  Eres algo conservador -me respondió con la crónica alegría en su expresión-

Era un hecho, me sentía jodidamente atraído por ella. Tenía que confesarle quién era realmente y lo que estaba haciendo, quizás me perdonaría y empezara a interesarse en mi verdadero yo.

Establecí contacto con sus ojos miel, donde podía verse reflejada la luz de la proyección en la que ocurrían situaciones demasiado humanas para mis gustos. Ella cruzó su visión con mis pupilas hambrientas.

–  Ya regreso, voy al baño – me dijo –

Esa abrupta pausa significó un duro retorno a la realidad. La seguí con mi vista. Uno de mis compañeros también salió de la sala sin despertar sospecha alguna. La ansiedad me hizo su presa.

Claire pulsó la cadena y el agua se llevó la orina. Se posó frente al espejo y sacó el labial. Su boca quedó teñida de rojo para cuando apareció reflejada la imagen de Carlos tras ella.

La mujer corrió y se prendió a su cuello, rodeándole con los brazos. Carlos se encargó de borrarle los pigmentos escarlatas que recién había puesto en sus labios con una pasión vernácula y maestra. Su barba y boina negra le daban un toque bohemio y desafiante.

El espejo ayudó al Chacal a ver como entraba uno de sus perseguidores libaneses, quién se sorprendió al escuchar tres fuertes estallidos provenientes del arma de su enemigo, acompañados de los gritos de su amante.

Carlos salió disparando, llevando consigo a rastras a Claire. Mi compañero y otro libanés cayeron al recibir los plomazos del hombre más buscado del planeta.

En la sala de proyección se había escuchado todo, mi otro compañero intentó salir, pero lo vi caer, dándole paso a la irrupción del Chacal y su amante, quienes eran perseguidos por otros dos libaneses que buscaban vengar la muerte de Michel Moukharbal, el terrorista que fue asesinado junto a los dos compañeros del DST, en el incidente de la Rue Toulliers.

– ¡Nuestra justicia es la venganza! –gritaban los extremistas mientras disparaban a mansalva, buscando dar en Carlos-

La gente salió en estampida vociferando en altos decibeles, el pánico y la confusión arroparon todo como un gran oleaje que devora una costa.

Yo contemplaba todo, sofocándome en mi propia respiración, busqué mi arma y al agarrar la culata no pude efectuar más movimientos, dejé de oír, todo a mi alrededor se tornó lento, borroso, solo alcancé a sentir la profundidad de mis inhalaciones y exhalaciones, así como, la percusión acelerada en mi pecho.

“Dios mío, no puede ser” “¡Ayúdame dios!” “¡Ayúdame!” “¡Esto no puede ser el final!”.

Ahí estaba el miedo, con su mano extendida y una sonrisa muy cortés, diciéndome “Mucho gusto”. Lo conocí. “Gracias Claire”.

****

Cuando recuperé el control, me hallaba escondido en un viejo teatro abandonado, a siete cuadras del cine. Me asusté, no sabía cómo había llegado ahí. Me sentía mareado y confundido, aún hoy, no sé si lo que presencié, fue verdad, o una amarga alucinación, producto de mi severo ataque de pánico.

Claire apareció, me quedé en silencio dentro de mi escondite, empecé a hiperventilar nuevamente. No quise que me viera en ese estado. Ella se acercó al escenario, el cual, era resguardado por un gran telón azul. Bajo la inmensa tela pude apreciar unos pies masculinos.

Antes de poder comprender bien lo que pasaba, Carlos salió desnudo del gran cortinal azul y fue hacia su presa con voracidad, su miembro colgaba erecto. Solo la boina negra vestía su cuerpo. Ella lo recibía con un abrazo entregado y un beso de lengua.

El fuego del encuentro los llevo a tropezarse con varias piezas de utilería vieja, hasta que llegaron a una mesa de billar y se acostaron. Ella se montó sobre él, haciendo girar su cola de caballo en ese movimiento grácil y acertado que conlleva el deseo femenino en plena satisfacción.

Ella se fue despojando de sus ropas hasta desnudar su luminoso cuerpo, que hacía juego perfecto con su cara eternamente sonriente.

Claire, al final, solo te caía bien. No era yo quien merecería tu entrega de desenfreno juvenil, era un maldito extranjero, un venezolano, el más latino, ese de rasgos más delicados que los de un descendiente de marroquí, el depositario de tus ilusiones más elevadas.

En ese momento supe que la mayor causa perdida era mi propia vida, ya instalada como ladrillo en el muro de la opresión adulta.

Tardé un día entero en recuperarme y salir del teatro. Claire y su hombre se habían marchado entrada la medianoche. La fuerza no me daba por muerto, sino algo mucho peor, me consideraban un traidor.

Descubrí el miedo, el despecho y también, que no era tan buen espía como creía. No pude cambiar al mundo, me dejé derrumbar por él.

Luego de un año de investigación, por fin, determinaron que no traicioné a mi país. Se recomendó que se me diera de baja con una pensión por discapacidad, ya que me fue diagnosticado síndrome de estrés postraumático. Me había traicionado a mí mismo.

Ese revés me trajo a Reims, intenté llevar la vida de mi último alter ego, Phillipe. Conseguí trabajo como redactor para publicidad radial. Desempeñando el oficio conocí a Aimé, la secretaria del gerente de una emisora a la que llevaba mis textos. Era una buena mujer. Un honorable premio de consolación.

No la amaba tanto como la construcción mental del amor hacia Claire…acabo de darme cuenta que tenía tiempo sin pronunciar ese nombre, aunque nunca pude olvidarla.

Decidir verla solo como objetivo de inteligencia me hubiese ahorrado muchas consecuencias, pero un hombre solitario nunca llega a madurar del todo. A los veinte, a los cuarenta, a los ochenta.

Nadie supo nada de ella. Seguramente terminó en algún país lleno de causas perdidas, esos que habitualmente son succionados hasta la última gota por las naciones más poderosas.

Varias veces me vi tentado para escribirle a Carlos, queriendo preguntar por su paradero, pero desistí de la idea al ver la seguridad desplegada en torno a él.

Cumple condena de cadena perpetua por haber asesinado a los dos miembros del DST y al terrorista libanés. El incidente del cine no fue tomado en cuenta para abrir un nuevo caso y presentar más cargos. Cuando atrapas al animal, no lo dejas salir nunca, eso es todo.

Me recuperé por completo de los ataques de pánico, pero sigo sin olvidar lo que ocurrió. Lo llevo grabado desde mis ojos, como la luz de la sonrisa de Claire.

Pero el miedo sigue ahí, se ve más grande y fuerte, mejor alimentado. Hoy sus movimientos son más rápidos e impredecibles.

Crece más y resurge cada vez que los caldeos cometen una nueva atrocidad, derramando la sangre de sus víctimas aleatorias.

Su construcción mental del amor es más poderosa y efectiva. No sueñan con experimentadas mujeres de la vida, de hecho, las detestan, sino, con tiernas vírgenes sobre las nubes.

La juventud de los nuevos kamikazes, equivalente de idealismo utópico, es aprovechada por quienes se encargan de reclutarlos.

Los caldeos ignoran completamente la gran verdad del mundo de hoy, la misma que había en 1975: hace rato no existe inocencia, ni en la tierra de los infieles, ni en el cielo de los profetas.

                       Fin

 

© Edwing Salas 14/12/15

 

Le France du 1975 -Primera parte-

Arco del triunfo la France

La Francia de 1975 no era muy diferente de la que tenemos hoy. Veo los canales de noticias, los periódicos y escucho a los jóvenes en la calle comentando los cruentos videos de las masacres, subidos en las redes.

El mundo sigue siendo un lugar peligroso y no he tenido tiempo de advertírselo a mis nietos. Quizás, ellos ya lo sepan y no les importe, total, son jóvenes e impetuosos. Deidades inmortales.

Ese año me acercaba al final de mis treinta, fui incorporado a la Dirección de la Surveillance du Territoire, luego que el Chacal diera muerte a dos compañeros de la fuerza. El país no iba tolerar tal agresión dentro de su propio territorio. Había que hallarlo vivo o muerto.

Me consideraban una joven promesa dentro de la DST. Mis habilidades para espiar eran las mejores. El trabajo encubierto era altamente demandante y peligroso, pero me daba la oportunidad de adentrarme en personajes y submundos jamás descubiertos por ciudadano alguno, era la sublimación perfecta de mi sueño frustrado de ser actor.

La cualidad de la juventud era solo dentro de la carrera del servicio de seguridad estatal, cuyos ascensos se dan a largo plazo, algo así como una maratón.

En la vida cotidiana no sucedía de esa manera; terminar los treinta era visto como una aberración, la pérdida total de tu libertad, ya que por descarte pasabas a ser un bloque inamovible del sistema opresor, ese era la visión de los quinceañeros y veinteañeros que no conocían el miedo y formaban parte de una generación libertaria y sin prejuicios.

Yo tampoco conocía el miedo, a pesar de mi cronología y mi soledad, hasta que fui asignado para averiguar la vida de Claire, una de las amantes del Chacal.

Tenía 26 años y trabajaba en uno de los restaurantes bohemios del distrito 16. Era solo una misión que cumplir. No era llamativa físicamente, más bien, escapaba al típico canon de belleza parisina, tampoco quiero decir que no poseía atractivo alguno: su rostro de facciones del sur de Italia, heredados de sus abuelos, demostraba una transparencia pocas veces vistas en ser humano alguno. Era como si miraras de frente el sol mañanero a través de un amplio ventanal. Aún tengo esa sensación grabada desde mis ojos.

Lo comprobé justamente cuando establecí mi primer contacto con ella. Supuestamente yo era un cronista deportivo recién mudado a la zona, Phillipe, era el nombre de mi nuevo personaje y provenía de Reims.

Su sonrisa y su energía me abrumaron, pero no desde el punto de vista erótico o platónico, solo era una chica muy cordial. A ella le gustaba el fútbol, no lo practicaba, pero si se liaría de por vida con un futbolista profesional, ese era su perfil.

Salía a correr, nadaba, iba al teatro, al cine, acudía entusiasta a protestas contra la guerra, contra la discriminación, las multinacionales, quería cambiar al mundo, organizaba muy bien su tiempo para ello.

Era muy independiente. No había duda que era el tipo de chica en la que se fijaría el seductor y enigmático Chacal. Nacido en una meca petrolera suramericana, llamada Venezuela. Su osadía deleitaba el sueño de las europeas sobre un peligroso amante latino.

Mis bisabuelos eran marroquíes, por lo que llevo cierta huella de ellos en mi dermis, eso no significó ningún problema para mí, que yo recuerde. Mi apariencia debió ser considerada por Claire como una parte de esas causas por las cuales luchar, hizo que me ganara su confianza rápidamente.

–   Marruecos es una tierra mágica y hermosa, estuve ahí hace tres años

-me dijo ella al enterarse que mi verdadero ser, mimetizado en Phillipe, tenía sangre de moro-

Preguntó si había ido a visitar la tierra de mis antepasados. Le contesté negativamente. Ni Phillipe ni yo estábamos interesados en conectarnos con nuestros ancestros.

Su actitud ante la vida y la melodía de su voz, plagada de ingenuidad, me sacaba del carril de la misión que debía cumplir, peor aún, me hacía pensar en la salvación del mundo, por eso había que cambiarlo.

Ella no sospechaba que la seguía todas partes, ayudado por otros tres colegas de la fuerza, con quienes coordinaba operaciones, pero era yo, lo que llamarían, el caballo de Troya.

No había caído en cuenta del hechizo que ejercía el objetivo en mí, hasta que mis compañeros me lo hicieron saber a través de una amenaza camuflada de advertencia. El discreto encanto de los espías.

Empecé a seguirla con más empeño, pero no para saber si se veía con Carlos El Chacal o era parte de su organización, sino para conocer sus gustos personales, temores y esperanzas. Al mismo tiempo, tenía a mis compañeros pisándome los talones.

Un día, tomaba notas en mi mesa sobre sus últimos movimientos cuando me sorprendió con el habitual café.

– ¿Qué estás escribiendo? -preguntó muy interesada-

Había cometido un error de amateur, así que hice lo que generalmente se hace en este caso. Empeorar las cosas:

-Poesía –le contesté ocultando mi libreta de seguimientos-

-Sabía que eras más que un simple redactor de deportes, siempre supe que tenías sensibilidad y te apenaba demostrarla -manifestó ella con el faro de su sonrisa iluminándole el rostro-

La felicidad y cordialidad que irradiaba era realmente abrumadora. Esa tarde me pidió que la acompañara a una función de media noche donde proyectarían una película de Passolini.

Finalmente, dije que sí, luego de mostrarme tan renuente. Nuevamente, volví a empeorar las cosas.

– ¡Cuidado! Te puede estar usando como señuelo. –me advirtieron mis compañeros cuando les informé la novedad-

Les expliqué que era una perfecta oportunidad para sacarle información, de conocer más sus hábitos y entorno de amistades, y, sobre todo, comprobar si de verdad estaba vinculada con el terrorista venezolano.

De no comprobarse su relación con Carlos, seria cerrado su expediente y la dejaríamos en paz -cosa que yo rogaba muy dentro de mi- era demasiado encantadora como para juntarse con un tipo así, no se merecía eso. Empecé a pensar que se merecía a alguien como yo.

– Repito Fassel, cuidado, te estás arriesgando mucho, no sabemos si te está usando.

— ¿Te has detenido a pensar que podría ser una trampa?

Advirtieron con mucha vehemencia mis compañeros.

– ¡No es una trampa! ¡No conocen a esa chica! Estoy seguro que está limpia, no tiene un ápice de malicia.

No me quitaron la mirada de encima cuando me fui.

 

Continuará…

 

(c) Edwing Salas 11/12/15

El hombre y la máquina

Liliya 1

La monótona melodía de los engranajes operando al máximo transpira desde los galpones grises de la fábrica de armas en Izhevsk. El vapor de las chimeneas se confunde con la espesa neblina.

Dentro, el calor del metal fundido contrasta con el avasallante invierno ruso de 1956. La línea de producción de ametralladoras, rifles, pistolas y proyectiles de todos los tamaños, avanza como todos los días, gracias al ímpetu y entusiasmo de sus obreros.

Uno de los más comprometidos con la causa es Fedor Krushenko. Es el primero en llegar y el último en irse. Un ejemplo en inspiración para sus compañeros que buscan ser ese hombre nuevo que necesita el partido y la patria.

La pasión y el entusiasmo de Fedor, entre tantas cosas que podrían definir su mente y cuerpo, formados al cien por cien, por el leninismo-estalinismo, era el perfecto funcionamiento de la máquina martilladora que estaba bajo su supervisión.

En ella, miles de municiones, desde proyectiles de tanques, hasta las balas del infalible rifle automático Kaláshnikov, eran comprimidos por el constante martillar, que sellaban la carga explosiva dentro del metal, hasta su uso en combate.

La selladora de municiones había sido bautizada por su operario con el nombre de Liliya. Antes de empezar la jornada, sus engranajes eran aceitados con absoluta fidelidad y devoción.

Al terminar su turno, Fedor se ocupaba en limpiar cada residuo y lavar con delicadeza el respiradero, una ranura vertical de aproximadamente quince centímetros de largo y ocho de profundidad, por donde la maquina expulsaba, cada treinta minutos, el gas y la humedad resultante de la condensación del calor producido por el martilleo constante.

Los pilotes más grandes del interior de Liliya, que presionaban los proyectiles de mortero, podían tocarse si introducías la mano por el conducto.

Sus compañeros reían al ver como trataba a la máquina. Había algo más que profesionalismo y preocupación por hacer bien el trabajo, era más bien algo que podría implicar apego a su herramienta. Un afecto platónico, sentimental.

¿Pero quién iba criticarle abiertamente? Su comportamiento era comprensible y justificable. La soledad como forma de vida, quizás, le haga verse un poco excéntrico, pero no para convertirlo en el hazmerreír de la fábrica.

Su conducta por 17 años había sido intachable. Récord de puntualidad, reconocimiento al mérito. Compañero afable, nunca se le había visto ningún gesto egoísta o pro-occidental. Su relación con el resto del personal era cordial y hacía el bien a todos, de manera desinteresada.

Además, había millones como Fedor en Izhevsk, Moscú, Leningrado, Siberia. Hombres solitarios que vivían en fríos y minúsculos departamentos estatales, sin mujer, hijos o amigos. Sin dar señales de tener parientes lejanos o cercanos.

¿Quién podría juzgar al camarada Fedor?  Cuando la sociedad agonizaba hace tiempo, era mejor no relacionarse con nadie, salvo con tu instrumento de trabajo, para darle lo mejor al partido y a la patria.

Cuando Fedor llegaba a su frío y angosto departamento, comía siempre el mismo plato de remolachas cocidas, acompañadas de vodka, una y otra vez.

Solo deseaba dormir profundamente para que la noche transcurriese en un abrir y cerrar de ojos. Vivía para despertar al día siguiente y trabajar junto a Liliya.

Lo primero que hacía cada mañana, al llegar a la fábrica, era besar a la martilladora y preguntarle por su vida, mientras él le contaba como había estado su noche en el hogar.

Las miradas del resto de sus compañeros eran de un acostumbrado asombro, que pedía el cese de tan atípico comportamiento.

Se puede estar un poco tocado de la cabeza, siempre y cuando, tu rendimiento en la fábrica sea el que piden los superiores. Por eso, Fedor gozaba de total libertad para dejar en evidencia sus instintos básicos y mecanizados.

El miércoles, cuando todo sucedió, la oscuridad del invierno se había apoderado del exterior desde las 15 horas. Nevaba sin piedad. Ni siquiera los 56 grados centígrados que habitualmente ambientaban el interior de los lúgubres galpones, podía contener el gélido aliento del clima.

Liliya expulsó vapor y agua por el respiradero, dejando un rastro de rocío en el conducto. Fedor apareció con su rostro excitado y sonriente, desabotonó su pantalón y dejó que este fuera atraído por la gravedad.

Sus compañeros quedaron petrificados cuando Fedor penetró a Liliya y empezó un coito seco y mecanizado, al mismo ritmo en que operaban las máquinas. Nadie se atrevía a detenerlo.

Los soldados que custodiaban la fábrica se acercaron para aplicar la fuerza, pero al verlo gozar y reír con su miembro dentro del húmedo conducto de Liliya, apuntaron sus armas, esperando la orden para abrir fuego.

Fedor sentía éxtasis y confesaba a la máquina todo lo que tenía guardado dentro de sí:

– ¡Me conquistaste Liliya! ¡Día a día fuiste construyendo esto dentro mí! ¡Tú, que trabajas para producir destrucción!

El hombre pasaba su lengua por la máquina como si se tratase del abdomen de una Irina cualquiera. Sus piernas temblaron, el espasmo de la eyaculación se aproximaba y fue exactamente en ese momento, cuando los pilotes que amartillaban proyectiles de mortero reiniciaron su trabajo.

Un grito agudo y aterrorizante opacó el rugir de la maquinaria de la factoría. Fedor se desplomó despidiendo sangre en cascadas por su entrepierna. Se le había olvidado que, una vez arrojado el vapor, los pilotes posteriores empezaban su función a los diez minutos.

El prominente deseo cegó primero su sentido común, luego, su vida.

El incidente de inmediato fue clasificado por El Estado como confidencial. En tan solo tres días ya había un nuevo remplazo para Fedor.

Slodovan había sido trasladado desde los astilleros de Moscú hasta Izhevsk, para que aprendiera a fabricar municiones y, también, para que supiera que aspirar a ganar más en su antiguo trabajo era una ofensa abierta contra El Estado y la revolución.

Se salvó de ir a Siberia, tan solo porque un primo burócrata del Kremlin, logró interceder por él.

El nuevo operario de la martilladora de municiones era poco sociable y no tenía el más mínimo interés en mejorar sus relaciones interpersonales. Su trato con la máquina era normal, mejor dicho, la odiaba, así como a la fábrica, su trabajo y por supuesto, su vida.

Constantemente le llamaban la atención porque ni siquiera proveía los cuidados mínimos para que el aparato funcionase correctamente, eso retrasaba la línea de producción y los objetivos a cumplir.

Slodovan era tan solitario como su antecesor, bebía mucho vodka, comía y dormía muy poco. Sus compañeros empezaron a mirarlo como un ser con el alma corrompida por el imperialismo occidental. Alguien que debía ser apresado o asesinado cuanto antes.

Pero él no les daría el gusto. Por accidente se enteró lo que le había sucedido al trabajador que operaba antes que él. Los secretos de gobierno quedan al desnudo ante los rumores de pasillo y las conversaciones de comedor.

Mucho vodka, nada de cena, ni descanso. El opaco sol se asomaba entre el invierno y encontraba a Slodovan con insomnio entre botellas.

Esta vez, fue un viernes, el personal trabajaba y Slodovan se despojó de su uniforme cuando la máquina arrojó vapor por el respiradero. Introdujo su pene erecto e industrial por el conducto.

Comenzó su cópula malsana e inmoral, no inducida por un loco e imposible amor, sino por las ganas de rebelarse contra todo.

El acto causó asombro, en menos de tres meses volvió a ocurrir algo tan espantoso. En la mente de muchos afloró la certeza del embrujamiento ejercido por la máquina.

Los espíritus errantes de las estepas, que arrastraban maldiciones, se habían apoderado de ese objeto inanimado y sin alma.

Los testigos, en medio de la fuerte impresión, decidieron esperar a que Liliya pusiera en marcha los pilotes posteriores. Si el bueno de Fedor pereció sin merecerlo, Slodovan tenía que sufrir ese destino con mayor rapidez.

El estertor placentero del orgasmo le llegó a Slodovan. Los obreros aguardaban expectantes a que el miembro del antipático individuo fuera aplastado.

Se escuchó un quejido de desahogo en toda la fábrica. La sonrisa perversa del joven Slodovan demostraba alivio. Los engranajes de la maquinaria permanecían inmóviles. Los pilotes del fondo estaban fijos. Nada ocurrió.

El rebelde sacó su miembro ya flácido del conducto y se puso los pantalones. Los soldados aparecieron y lo molieron a golpes de cachiporras y culatazos de ametralladora. Hasta la navaja de una bayoneta cortó sus brazos.

– No existe ningún tipo de moraleja en estos hechos, nada se puede aprender de ellos, así que es mejor que el olvido se encargue.

Así se refirió a este oscuro pasaje el recién nombrado coronel Mijaíl Timoféyevich Kaláshnikov en 1971, al ser interrogado vehementemente por jóvenes oficiales curiosos, que se morían por saber tan cruenta y desfachatada anécdota.

La esclavitud de las fábricas y oficinas tiene sus Liliyas, Irinas y Marías. El humano arrastra su grillete azarosamente, mientras nada en un mar de errores y debilidades, que se acentúan en el ciclo repetitivo de los días, interactuando con sus semejantes.

La perdición de algunos es la carne, de otros, es el vodka y, de individuos como Fedor o Mijail, las máquinas.

 FIN

© Edwing Salas

15/03/16